El árbol del ahorcado
CRÓNICAS DE YAUHQUEMEHCAN
(Cuento, historia ficticia)
Tlaxcala, Tlax; a 24 de enero del 2025 (David Chamorro Zarco Cronista Municipal).- Lorenzo estaba soñando que los bueyes que integraban su yunta, de pronto, se detenían a la mitad del terreno, sin querer trabajar más. Él tomaba entonces el latiguillo que traía terciado en el hombro izquierdo y, con cierto cuidado, sin hacer daño a los pasivos rumiantes, procuraba animarlos para seguir jalando del arado hasta llegar a la otra orilla del campo de labor, pero sus compañeros de trabajo no daban muestra de querer hacerle caso. De este modo, Lorenzo comenzó a desesperarse y a hacer que los golpes lanzados con el latiguillo fueran cada vez más violentos, seguidos de gritos e improperios. De repente, el hombre sintió como unas manos detenían su intento de seguir castigando a los animales perezosos.
—¡Lorenzo, despierta! ¡Estás soñando!
El hombre abrió los ojos poco a poco hasta tomar conciencia de que había amanecido. Su mujer le había tomado las manos para evitar que siguiera tirando golpes al aire y se pudiera dañar o hasta pegarle a ella en su afán con continuar con su sueño. En unos instantes, Lorenzo recuperó por completo la calma y la conciencia y se dio cuenta de que, como en la víspera, seguía lloviendo con cierta intensidad, pues el sonido en las tejas seguía tintineando, con un ritmo acompasado, como si alguien hiciera música con las gotas de agua.
—Llueve
—Toda la noche fue igual. No ha parado de llover. No podrás ir a trabajar. Los animales se quedarían atascados.
El hombre hizo señal de asentimiento, tendido, como estaba en el petate confortable. Estiró los brazos y pensó el levantarse para ir a dar de comer a sus animales, pero antes de ello recordó que hacía apenas dos semanas estaba casado con María Trinidad, de manera que la cercanía del otro cuerpo, el acompasado ritmo del agua cayendo sobre las tejas y la tranquilidad de que, aunque lo quisiera, no podría salir a trabajar ese día, se combinó con el deseo de volver a sentir toda la intensidad de su mujer. Ella, sin apenas decir nada, coincidió en intenciones y en pensamiento y durante un rato, al interior de la confortable habitación hecha de paredes de adobe, todo se sumergió en una atmosfera de amor y de placer.
Lorenzo tenía diecisiete años y su mujer, María Trinidad, contaba apenas con quince. Él tenía la fortuna de que su padre, antes de morir, le había dejado en herencia muy buenas tierras en el área conocida como La Cañada, con un manantial de agua limpia y fresca, además de la cercanía del río. Tenía animales de trabajo que sabía manejar muy bien, y esto le hacía ser un hombre independiente, un campesino que laboraba para sí mismo, y no como muchos otros que en calidad de peones se arrendaban por días en las labores de otros o bien tomaban terrenos para trabajarlos a medias o a tercias, con lo que casi siempre salían perdiendo.
Los padres de María Trinidad no tuvieron inconveniente en aceptar la petición para que se llevara a cabo el casamiento. Lorenzo se preparó desde tiempo antes para poder tener lo necesario para una boda muy digna. Dispuso que se sacrificara una ternera, lo mismo que tres cerdos, y la comida se completó con otros diversos platillos, tortillas recién elaboradas en el lugar y decenas de litros de pulque que fueron el deleite de los comensales quienes, incluso, pudieron bailar al son de violín y la guitarra.
Lorenzo y María Trinidad lucían sus ropas de gala, en tanto que la iglesia de Tlacualoyan lucía bellamente adornada de flores silvestres y ceras recién compradas. En su corazón, el buen mozo dio gracias a su santo patrón, en cuyo honor se le había puesto aquel nombre, por permitirle llegar a un momento tal especial en su vida, y recibir el sacramento del matrimonio.
María Trinidad hizo al hombre el ademán de que dejara de abrazarla, aunque en el fondo, bien podría haberse quedado allí por todo el día.
—Tengo que levantarme a moler. ¿No sientes hambre?
Lorenzo, por toda respuesta, soltó a la joven mujer para que se dispusiera a hacer sus actividades, en tanto que él se dirigió a hacer las propias. Fue a la parte trasera de la casa, en donde bajo una gran enramada, tenía amarrados a sus animales de trabajo. Les saludo con algunas frases sencillas, y de inmediato se avocó a acercarles la pastura para que tomaran sus alimentos. Más tarde les conduciría al jagüey para que saciaran su sed. Luego, ayudado del bieldo, se puso a amontar correctamente la paja y acomodó algunos leños de manera que no se mojaran, pues de lo contrario su mujer se quedaría sin combustible para la cocción de los alimentos.
Como una hora después, el hombre escuchó la voz de María Trinidad llamándolo a merecer la comida y, sin hacerse repetir le invitación Lorenzo fue hasta la casa, se sentó en un banco diminuto y recibió de su mujer un plato hondo lleno de frijoles acompañado de un pedazo de buen chicharrón de cerdo, salsa suficiente y tortillas sin restricción alguna. Al final, fue hasta una gran vasija que había en la habitación y varias veces se sirvió sendos jarros de agua, con lo que quedó plenamente satisfecho.
Las lluvias fueron benévolas y las cosechas por todos los campos lucían plenas. No había duda de que ese año de 1820 sería de especial bendición para todos los pueblos de la región. El alimento parecía plenamente asegurado para el siguiente año. Lorenzo recorría feliz sus campos de labor, máxime que hacía unos días se había enterado, de labios de su mujer, que en la siguiente primavera sería padre. Se sentía lleno de orgullo, de planitud, de fuerza, de ganas por vivir. En cuanto se enteró de la noticia fue a buscar a sus amigos, aquellos que le habían acompañado desde la infancia, para compartirles la alegría y ellos también se regocijaron de la buena nueva.
Mientras conversaban sobre la felicidad de convertirse en padre, Lorenzo y sus amigos vieron pasar a gran velocidad a cuatro o cinco jinetes a todo galope por el camino real. Eran soldados realistas, no cabía duda, pues sus uniformes así lo revelaban, aunque a decir verdad era extraño mirar por estas tierras a personajes que casi nunca hacían presencia.
—Deben ser desertores de los realistas.
—¿Qué?
—Soldados que huyen de sus filas, porque saben que tienen la guerra perdida. Son más forajidos que soldados. Supe de uno de esos que se dedicaba a asaltar en los caminos en las cercanías de San Agustín Tlaxco, y cuando lo agarraron los vecinos, simplemente lo dejaron colgado de un árbol.
Los integrantes del grupo, Lorenzo entre ellos, se limitaron a levantar los hombros en señal de ignorancia e indiferencia. Eran acontecimientos que poco les importaban y que casi no comprendían. Ellos vivían y morían en medio de sus campos, de sus cosechas, de sus animales. Poco sabían más allá de los pueblos que les quedaban cerca en los alrededores.
La charla tomó rápidamente otro rumbo, pero de repente todo mundo puso atención, pues una muchacha corría con toda la velocidad que le permitían sus piernas, gritando con desesperación:
—¡Lorenzo! ¡Lorenzo! ¡Tu mujer…! ¡La atacan!
De inmediato, como movidos por una orden superior, todo el grupo echó a correr en dirección de la casa de su amigo. Eran hombres jóvenes y fuertes de manera que en pocos minutos lograron salvar la distancia, en el momento justo en que veían como tres jinetes emprendían la huida a todo galope, en tanto que un cuarto hombre, a medio vestir, salía dando pasos torpes de la casa de Lorenzo. El marido comprendió todo al momento y se lanzó de inmediato contra el agresor, ayudado de sus amigos, por lo que en cuestión de segundos lograron someter al desertor de los realistas y separar a Lorenzo que, francamente y sin mayores explicaciones, quería asesinarlo allí mismo.
Dentro de la casa, María Trinidad estaba tirada en el piso, con la ropa hecha girones, llena de golpes y de sangre por todas partes. Ya no presentaba signos de vida.
Pocos minutos pasaron para que llegaran las autoridades del Ayuntamiento de San Dionisio, encabezadas por el Alcalde Mayor. Se enteraron de lo que había sucedido, tomaron las declaraciones esenciales a los testigos del hecho, comenzando con el pobre Lorenzo que parecía una fiera con los ojos inyectados de sangre y de odio.
El Alcalde Mayor dispuso allí mismo que se trasladara al reo a la cárcel municipal y que se dispusiera que esa misma tarde, aprovechando que había luna llena, dos alguaciles le dieran traslado para ponerlo a disposición del juez del partido de Santa Ana Chiautempan, pues al tratarse de un desertor del ejército realista, la jurisdicción escapaba de las manos de las autoridades de San Dionisio.
Eran como las cuatro de la tarde. Lorenzo seguía en un estado de la alteración violenta. Algunas vecinas, ya se habían tomado el trabajo de limpiar el interior de la casa, de lavar el cuerpo maltratado y vejado de María Trinidad, de vestirla con ropa limpia y de peinar su cabello que había quedado tan maltratado. Algunos hombres de mayor edad, por su parte, se habían tomado unos instantes para meter en la habitación tierra recién removida, con la que hicieron una cruz en el interior de la casa, y a donde bajaron a descansar el cuerpo de María Trinidad, en tanto que se encendían cuatro ceras, comenzando a recitar las primeras oraciones de parte del rezandero de la comunidad que ya se había hecho presente.
Como a las cinco de la tarde, alguno de los amigos condujo a Lorenzo a cierta distancia de su casa, para evitar la mirada de los curiosos. Alguien le ofreció un trago de aguardiente y el licor tuvo la virtud de calmar un poco los ánimos del hombre agraviado.
—Queremos plantearte algo de gran importancia, Lorenzo. Ya sabemos que en un rato más, al caer la noche, llevarán al reo a Santa Ana Chiautempan, apenas escoltado por dos alguaciles solo armados de machetes. La verdad es que el Alcalde Mayor de San Dionisio no quiere saber del caso y mientras más pronto se deshaga de ese hombre, para él, mejor. Ya sabemos también que, con los desertores, tal como están las cosas, casi siempre nomás los andan paseando de una plaza a otra y finalmente los dejan libres, dizque porque son soldados de Su Majestad.
—Si tú quieres, podemos apostarnos en el Camino Real, cerca de San Francisco Tlacuilohcan. Allí los podemos emboscar. Nomás a puros piedrazos, hacemos que los alguaciles corran. No nos verán y no podrán identificar quiénes les atacaron. Nos hacemos del reo y lo jalamos para el monte de San Francisco. Cuando lo tengamos allá, alguno de nosotros viene y te avisa y ya vas y, pues…
—Me parece bien; así que se haga.
Lorenzo se volvió a empinar la botella de aguardiente, pero ahora lo que más lo reconfortó fue la certeza de tener tan lista, rápida y segura la venganza al menos en contra de uno de los hombres que le habían arrebatado la felicidad de su vida. Se regresó a su casa para no dar a sospechar y procuró dominarse lo mejor posible. Acompañó los rezos y recibió al señor cura de la parroquia de San Dionisio quien, con algunas frases cortas y atropelladas que nadie entendió, dijo haber hecho responsos por el eterno descanso del alma de la hermana María Trinidad para que gozara del descanso eterno y para que luciera para su alma la luz perpetua.
Como a las once de la noche ya casi no quedaba gente en la casa de Lorenzo en la velación. El hombre escuchó una especie de silbido, que más bien era como el trino de un ave. Un par de ancianas conversaban y rezaban a ratos.
—Doña Conchita, Doña Queta, quiero pedirles un favor, en nombre de la memoria de mi madre, a quien ustedes quisieron tanto. Quédense aquí velando un rato. Yo tengo que salir a hacer un mandado importante. Les dejo a Romualdo para que las cuide y les sirva, y por favor, si alguien llega a preguntar, yo nunca me separé de ustedes esta noche.
—Anda, pues, hijo, y que Dios te proteja.
Efectivamente, la luna estaba espléndida, lucía en lo más alto del cielo. Casi se veía como si fuera de día, y además no hacía frío. Lorenzo y el otro hombre hicieron la caminata en silencio. No había nada qué decir, Todo podía adivinarse y entenderse. Lorenzo llevaba en una mano un machete y en la otra una soga nueva que había tomado de su corral.
Ya en el monte de San Francisco, una serie de sonidos de animales nocturnos daban un ambiente muy particular a la escena. Lorenzo se acercó a donde ardía una pequeña hoguera.
—Todo salió bien. Los pobres alguaciles escaparon de inmediato cuando sintieron caer sobre ellos las primeras piedras, sin detenerse a voltear para saber quién los había atacado.
—¿Dónde está?
—Amarrado, al pie de ese árbol.
Lorenzo sintió un vuelo pesado sobre su cabeza. Era un búho que se había posado en una rama horizontal, como si por curiosidad quisiera enterarse de qué estaba sucediendo.
—Muy bien, aquí será entonces.
El reo venía amarrado de ambas manos y firmemente sujeto por dos de los compañeros de Lorenzo. Su mirada estaba llena de terror, adivinando el fin que le esperaba.
—Necesito que me digas exactamente el nombre y grado de los otros que atacaron a mi mujer.
—Lo diré, pero no me mates… Yo sólo obedecí las órdenes del Capitán… La vida de un soldado sólo es obedecer…
—¡Los nombres!
—Si, si… Capitán Ignacio Iturbe, Sargento Manuel Esquivel y Soldado José María Lima… Tercer batallón de zapadores de Su Majestad…
Lorenzo lanzó un extremo de la cuerda sobre la rama donde estaba asentado el búho y el ave ni siquiera se espantó o se movió. Con la facilidad de un vaquero, el hombre hizo un nudo corredizo y ya sin escuchar las súplicas, lamentos y gritos de desesperación del soldado, le colocó la lazada sobre el cuello.
—¡Que Dios tenga piedad de tu alma, ya que tú no tuviste compasión de mi mujer! ¡Muérete, maldito!
Lorenzo dio un tirón formidable a la soga que de inmediato hizo subir al desgraciado como un metro de altura del suelo, en una danza tétrica y desesperada. moviendo frenético los pies buscando un punto de apoyo, hasta que, como un minuto después, se quedó completamente quieto.
Uno de los amigos de Lorenzo había trepado rápidamente el árbol y pidió que se subiera el cuerpo más alto. Así se hizo, cuando estuvo bien arriba, el hombre afianzó con un nudo el cuerpo para el peso fuera sostenido por la rama.
Un momento antes de deslizarse hacia abajo, el amigo de Lorenzo vio con cierto horror que el búho no se había ido y que movía la cabeza de un modo muy particular, como si sonriera de ser convidado a ese acto de venganza.
¡Caminemos Juntos!
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