Envidias y venganzas

(Cuento histórico; argumento ficticio)
CRÓNICAS DE YAUHQUEMEHCAN
Tlaxcala, Tlax; a 13 de marzo del 2025 (David Chamorro Zarco Cronista Municipal).-El refrán popular decía «enero y febrero, desviejadero», para dar una idea de que varias personas de cierta edad morían en esta época del año. Era muy acertado, no sólo por la edad, sino porque el frío intenso del invierno combinado con la pobreza en que vivía la mayor parte de la gente, hacía que las enfermedades se complicaran, en especial todo lo que tenía que ver con las vías respiratorias. «Le faltó el resuello», solía decir otra expresión, aludiendo a la imposibilidad de respirar de las personas. De ahí en más, eran incontables las frases usadas para dar a entender que alguien había expiado, que iban desde «estiró la pata» hasta la clásica «se petateó», para expresar que quien había finado, quedó muerto en su petate.
No por nada la región de Tlaxcala se consideraba de tierra fría. Los inviernos solían ser muy crudos. Las heladas eran constantes y la gran mayoría de las personas apenas tenían una mala cobija con qué cubrirse y era muy frecuente que los niños, por la misma acción del clima gélido, se orinaran en los petates. Muchos pequeños no lograban sobrevivir a los inviernos. Contrario a lo que creen muchas personas de que antes la gente era mucho más longeva, para la década de 1830 en México llegar a los cuarenta y cinco años era casi un milagro, aunque, desde luego, había sus excepciones y éstas tenían que ver con cuestiones como el acceso a una buena alimentación, habitación confortable y ropa adecuada y suficiente o, como se decía en la época, con «casa, vestido y sustento».
Santa María Atlihuetzian amanecía a principios de febrero de 1828 envuelta en una ligera neblina causada por el mismo clima fría. Con cierta modorra, los galos iban despertando y cumplían, más o menos a tiempo, con el deber de emitir su canto, en un afán por ordenar que hombres y animales iniciaran sus trabajos del día. Poco a poco las casas comenzaban a abrirse, las mujeres iniciaban su trajín cotidiano de procurarse agua de los pozos, para luego encender el fuego en los «tlecuiles» o fogones, iniciando así los preparativos del desayuno. Mientras tanto, los hombres iban acudiendo a atender a los animales de carga, en tanto los niños abrían los gallineros y buscaban los huevos.
Los campos aún estaban descansando. En unas tres semanas comenzarían a hacerse las labores de barbecho y rastreo para dejar todo listo a efecto de que, pasando las fiestas solemnes en honor a San José, el diecinueve de marzo, comenzara la siembra y con ello, todos los trabajos del ciclo de producción de cuya cosecha dependían los habitantes de la comunidad.
En la torre de la iglesia de Santa María Atlihuetzian, comenzaba ya a sonar el toque de la hora prima, aunque previo al amanecer, se había tocado con toda puntualidad «laudes», para dar gracias a Dios por el nuevo día que obsequiaba a toda la humanidad. A pesar de los siglos que llevaban colgadas en lo alto de la torre de dos cuerpos, los macizos de bronce, estaño y otros elementos aleados, seguían escuchándose con una vitalidad juvenil. Las campanas acompañaban a las personas a lo largo de toda su vida, haciendo diversos llamados con sus voces bien afinadas, por ejemplo, para dar gracias y elevar oraciones a determinadas horas del día, para convocar a ejercicios espirituales, para llamar a misa, para dar la señal de que se estaba en plena consagración del pan y el vino, por lo que las personas, estuvieran donde fuera, debían descubrirse la cabeza y si les era posible, ponerse de rodillas y enunciar una oración; había toques para llamar a los niños a la doctrina, para convocar a reunión general del pueblo, para llamar a algún representante del templo, para dar la alarma sobre un incendio… y, desde luego, estaba el toque a doble que anunciaba cuando alguna persona había fallecido. Las campanas de Atlihuetzian estaban presentes desde el nacimiento hasta la muerte de sus habitantes como un recordatorio permanente de actividades, plegarias y comunicación.
Había quien aseguraba que, a la llegada de los padres franciscanos, hacía ya muchos años, se había fundido allí mismo en Santa María Atlihuetzian la primera campana que había existido en todo Tlaxcala y en todo el país. Era tanta la importancia de esos elementos que se seguían produciendo campanas para ser colocadas en lo alto de diferentes iglesias y, con el paso del tiempo llegaban a ser el alma misma de la comunidad.
José Candelario era un hombre de unos veintidós años. Luego de enredar y colocar en un rincón su petate, salió a sacudir sus cobijas a la puerta de su casa. En sus movimientos no había mucha prisa. A fin de cuentas, no debía dar cuentas a nadie ni preocuparse porque no tenía a nadie que dependiera de él, salvo sus animales. Había estado casado con una mujer llamada María Micaela, de quien había tenido un par de hijos, pero la esposa enfermó de viruela y murió. Él no pudo o no quiso hacerse cargo de los pequeños y finalmente tuvieron el mismo fin, enfermando y muriendo. Ya hacía más de cuatro años en que vivía solo y no le parecía del todo una existencia tan mala. La pasaba bien, sin presiones ni exigencias. Desde luego, tenía que ocuparse en trabajar para poder tener asegurado su sustento, pero eso era llevadero. Cuando le tocaba trabajar en sus tierras, pagaba a una señora para que, con un niño, le mandara su comida hasta donde estaba laborando y ya de regreso, él mismo atendía sus alimentos y el de sus animales domésticos.
No faltaba quien le dijera que no era natural que un hombre viviera solo, sin mujer, por lo que debía buscarse otra de las muchas que había en el pueblo o en lugares aledaños. José Candelario escuchaba apacible las apreciaciones y consejos, pero decía que así estaba bien sin más compromisos. Tenía su casa, unas cuantas gallinas y un gallo. Un par de toros y un burro y no necesitaba ni más compañía ni más ayuda. Sus tierras, bien trabajadas y gracias a la presencia de un manantial cercano, le daban para poder subsistir sin dificultad. Cuando no tenía trabajos pendientes, podía beber pulque con sus amigos, sin que nadie le estuviera importunando y ya tenía, debidamente escondidos bajo tierra, algunas monedas con sus ahorros y muy de vez en cuando, sacaba alguna para poder hacer un gasto extraordinario.
El cuatro de febrero de 1828, como a medio día, José Candelario vio llegar a su hermano Felipe Neri, quien estaba casado con una mujer llamada María Antonia, así como a otros dos amigos, José Secundino y José Germán. Luego de charlar y bromear un poco, acordaron que como no había trabajo pendiente en el campo, fueran al tinacal de Don Severo Sánchez a tomar pulque. José Candelario aseguró y guardó a todos sus animales, sacó su fajilla colocándosela discretamente alrededor de la cintura, cerró su casa y poniéndose el sombrero, se encaminó con sus amigos, dispuesto a pasar una buena tarde.
Llegaron al tinacal y se acomodaron debajo de la sombra abundante de un árbol de zapote. Fueron bebiendo despacio, sin mucha prisa. Un niño se presentó para preguntar a los señores si deseaban que su madre les vendiera algo de comer y todos aceptaron gustosos el ofrecimiento pues ya el hambre se había hecho presente. En un rato el niño se presentó trayendo en platos de barro, chalupas con salsa roja, bien picosa. Los comensales pagaron por el servicio y devoraron con gran apetito ese manjar que combinaba a la perfección con el sabor refrescante del pulque.
Al poco tiempo, como no queriendo, José Germán sacó de entre sus ropas un macizo de naipes, proponiendo que se jugaran algunos «albures» para pasar el rato más agradable. «¿De a cómo va a ser?», preguntó uno, deslizando maliciosamente, para saber qué tan dispuestos estaban a jugar con dinero. «Que sea de a medio real», respondió José Candelario, no queriendo poner la tasa muy arriba.
Las primeras rondas casi se repartieron por igual en ganadores. Felipe Neri, mirando la posición del sol y calculando la época del año de que se trataba, comentó que faltaba como una hora para que sonara en el campanario el roque de «vísperas», por lo que proponía pagar ahora de a real por jugada, para hacer más intensa la partida. Esta vez, fueron José Candelario y el propio Felipe Neri quienes corrieron con más suerte, repartiéndose los triunfos. Ya a punto de ocultarse por completo la luz del sol, y habiendo sonado «vísperas», Felipe Neri lanzó a su hermano un reto interesante. «Por lo que veo, cada uno ha ganado quince reales; te propongo una partida final. El que gane se lo lleva todo, con la condición de que pague también la cuenta a Don Severo». José Candelario no se hizo repetir el ofrecimiento y aceptó. José Germán fue el encargado de revolver los naipes y José Secundino cortó la baraja. Aparecieron de pronto el Rey de Copas y el Cinco de Espadas. José Candelario escogió ir al cinco y determinó que se fuera el número y no a la pinta, o sea Felipe Neri ganaría si aparecía un Rey o Doce, en tanto que José Candelario triunfaría si aparecía primero un Cinco de cualquier pinta. La expectación fue grande, pues hasta Don Severo y otros dos hombres que estaban con él se acercaron a presenciar la echada de suerte. Una a una, caían las barajas, sin que la fortuna se inclinara por ninguno. Por último, apareció el Cinco de Copas, por lo que José Candelario se declaró ganador. Sin dar tiempo a nada, jaló el paliacate donde estaban depositadas las treinta monedas. Pagó la cuenta a Don Severo y amarró el pañuelo, sin darse cuenta de que su hermano Felipe Neri estaba furioso, mientras murmuraba entre dientes «Así que el cinco es tu número de suerte; pues ya lo verás mañana».
José Candelario llegó a su casa. No se sentía muy borracho, aunque tampoco habría pasado por completamente sobrio. Rápidamente hizo una revisión de sus animales y su casa y, verificando que todo estaba bien, se metió a su casa, cerrando la puerta colocando una enorme tranca. A la luz de un cabo de vela, verificó sus ganancias y se dijo que había sido un buen día, prometiéndose que el siguiente sábado iría a la ciudad de Tlaxcala, al tianguis, para ver si pudiera comprar una ternera que criar para tener asegurada también una fuente permanente de leche.
Al día siguiente, José Calendario estaba sacudiendo sus cobijas en la puerta de su casa cuando miró llegar a José Germán. «Sólo vengo a recordarte que hoy es cinco de febrero y nos toca a los cuatro, subir a la torre del campanario para recibir a la imagen de la Virgen. Nos vemos allá después del toque de la hora nona», y se alejó corriendo sin siquiera esperar una respuesta. Era cierto. Los cuatro debían hacer el toque a vuelo esa tarde. Sin pensar más en ello, José Candelario se dedicó a atender a sus animales y luego se procuró sus propios alimentos.
Luego de la comida, José Candelario se encaminó hacia el templo de Santa María Atlihuetzian. En la entrada de la portería encontró a sus dos amigos y a su hermano y se aprestaron a subir de inmediato a lo alto del campanario. La imagen de la Santísima Virgen había salido muy de mañana a una procesión para llegar al pueblo vecino de San Matías Tepetomatitlan, en donde se había celebrado el Santo Jubileo. Los amigos se prepararon. José Secundino y José Germán se quedaron en el primer cuerpo de la torre, donde estaban la campana mayor y las menores, en tanto que José Candelario y Felipe Neri subieron hasta el segundo cuerpo, con la misión de hacer girar por completo y a toda velocidad la pesada campana llamada «esquila», cuya voz metálica y aguda ponía un toque especial al repique de campanas a todo vuelo, en señal de festividad. José Candelario fue quien alcanzó a ver que la procesión ya se acercaba y sin esperar más, los cuatreo hombres acometieron su respectiva tarea, haciendo tañer las campanas a toda velocidad y un sonido trepidante.
De repente, con la esquila girando a toda velocidad, Felipe Neri dio un ágil salto hacia uno de los extremos y en un instante empujó a su hermano con fuerza quien, sin poderse equilibrar, cayó pesadamente desde lo más alto de la torre. Felipe Neri regresó a su lugar y dando voces de alerta a los que estaban abajo, dijo con desesperación que su hermano había caído al vacío. Los de las campanas del primer cuerpo tardaron un poco en escuchar los gritos desaforados de Felipe Neri, pero al final se asomaron por el claro y vieron como estaba tirado ya el cuerpo de su compañero.
Los tres hombres bajaron dando saltos por la escalera de caracol, y verificaron junto con otras personas que ya se habían acercado, que José Candelario estaba muerto, con el cráneo completamente destrozado. Cuando le preguntaron a Felipe Neri lo que había pasado, dijo que él no se había dado cuenta, pues estaba del otro lado de la esquila, haciendo el movimiento para que el pesado objeto diera vuelta y que sólo tomó conciencia del suceso cuando miró que sólo él estaba aplicando fuerza sobre la esquila. Luego se asomó y vio a su hermano tirado cerca de la base de la torre.
Mientras argumentaba su dicho, Felipe Neri se quitaba y se ponía el sombrero, se estrujaba las manos, se mesaba los cabellos, se jalaba los pelos de la barba arrancándose algunos, todo ello en ánimo de hacer mucho más convincente y natural su exposición. En unos instantes ya estaba presente el teniente encargado de la seguridad del pueblo, quien hizo repetir a los presentes lo que había sucedido. Luego redactó un recado que mandó con un subalterno a toda prisa a San Dionisio Yauhquemehcan, para ser entregado al señor José Inés de Velasco, Alcalde Mayor, dando parte de lo sucedido.
En efecto, el Alcalde Mayor recibió y leyó el recado, por lo que, al lado de otros funcionarios del Ayuntamiento de San Dionisio Yauhquemehcan, se trasladó al pueblo de Santa María Atlihuetzian, donde se hizo la diligencia del reconocimiento del cuerpo, encontrándose, efectivamente que el hombre estaba muerto, con el cráneo totalmente destrozado. Don José Inés de Velasco de inmediato tomó la determinación de que José Secundino, José Germán y Felipe Neri fueran puestos bajo arresto para tomarles su respectiva declaración y descartar que se hubiera tratado de un asesinato. También dispuso que se hiciera el levantamiento del cadáver, poniendo a resguardo en algún lugar seguro.
De regreso en San Dionisio, el Alcalde Mayor pidió al Secretario hacer la redacción del documento en que constara la diligencia del reconocimiento y levantamiento del cadáver. Se anotó que se encontró el cuerpo de occiso como a tres varas de distancia de la base de la torre del templo, con el cráneo completamente destrozado y las extremidades en las mismas condiciones. Agregó que la posible causa de la muerte hubiera sido por haberse «desbarrancado» desde lo alto de la torre.
El Alcalde Mayor pensó que no valía mucho la pena hacer exageradamente largo el proceso. Finalmente, el muerto ya estaba muerto y nada lo iba a revivir. Instruyó a sus subalternos para que se tomara de una buena vez la declaración de los tres detenidos. José Secundino y José Germán, cada uno por su lado, dijeron que ellos habían estado en el primer cuerpo de la torre, manipulando las campanas y que nada habían podido ver u oír de lo que sucedió en el segundo cuerpo, donde estaban manejando la esquila. Se dieron cuanta cuando Felipe Neri les llamó la atención de lo que había sucedido.
Por su parte, Felipe Neri dijo que era cierto que él y su hermano, José Candelario, ahora occiso, habían subido al segundo cuerpo de la torere de la iglesia con el objeto de manipular la esquila, y que luego de comenzar la operación, José Candelario perdió el equilibrio y cayó al vacío.
El Alcalde Mayor lanzó un profundo suspiró. Pensó que no tenía mucho caso tener resguardado el cadáver, pues se corría el riesgo de que se comenzara a descomponer e incluso se convirtiera en un foco de contaminación, eso sin contar las suspicacias y rumores que se desatarían en el pueblo por mantener personas en arresto y un cuerpo insepulto. Salió a caminar un poco para aclarar su mente, para valorar los riesgos, para pensar en lo que podría traer como consecuencia su decisión.
Bien sabía que José Candelario no tenía a nadie como familia directa, a excepción de su propio hermano Felipe Neri, por lo que no habría riesgo de que alguien se sintiera ofendido y se presentara en una instancia superior a demandar justicia por un posible asesinato. Por otra parte, la presencia de los accidentes eran algo que realmente podía suceder.
De regreso, Don José Inés de Velasco, en su carácter de Alcalde Mayor de Yauhquemehcan, decidió poner en libertad a los tres arrestados y solicitar al señor cura, Don José Ortiz de León, párroco de San Dionisio Yauhquemehcan, se sirviera hacer lo conducente para dar cristiana sepultura a los restos mortales de José Candelario y dio por cerrado el caso.
Felipe Neri, antes de retirarse de la presencia del Alcalde Mayor, pidió su venía para hacerse cargo de los animales que tenía su extinto hermano en su casa, pues de lo contrario, las criaturas morirían. El Alcalde Mayor accedió, aclarando que se consideraba su determinación de manera provisional, entre tanto se resolvía el destino de los bienes del occiso.
Al día siguiente, Felipe Neri fue a la casa de su hermano, entró para revisar absolutamente todo lo que había y su primer hallazgo fue el paliacate que contenía los treinta reales que José Candelario había ganado en el juego de cartas. Unas semanas después, repartiendo ese dinero, Felipe Neri presentó una demanda sucesoria por los bienes de su hermano, considerando que él era el único pariente vivo con derecho a tal reclamo. Meses después, Felipe Neri se salió con la suya. El señor Juez de la causa determinó que era el heredero legítimo de su hermano y no le importó llevar en la conciencia el peso de ser fratricida, derramando sangre de su sangre. Lo importante para él era que en un abrir y cerrar de ojos, su riqueza se había multiplicado, pensando que «a caballo regalado, no se le ve colmillo».
(En el archivo histórico de Yauhquemehcan están los documentos referidos con fecha 5 de febrero de 1828 y posteriores)
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