Tesoros que matan
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CRÓNICAS DE YAUHQUEMEHCAN
(Cuento histórico; argumento ficticio)
Tlaxcala, Tlax; a 20 de febrero del 2025 (David Chamorro Zarco Cronista Municipal).- Todos los niños gustan mucho de jugar con el agua y con la tierra, a veces a despecho de sus madres que les regañan de continuo por ensuciar la ropa tan rápido. Tierra y agua, mezclados, hacen lodo, una sustancia que es moldeable y puede servir para diseñar cualquier cosa, con lo que los pequeños se vuelven creadores de todo tipo de figuras.
Así comenzó la historia de la alfarería, añadiendo a la cuestión el elemento de la necesidad que tenían nuestros antepasados de confeccionar utensilios que les permitieran guardar agua y semillas para poder transpórtalas con más comodidad. Por supuesto, al descubrir las diferentes variedades de barro, el resultado se hizo aún mejor y posteriormente cuando se dominó el fuego y el manejo de los hornos, las piezas quedaron de mucho mejor calidad.
La verdad es que Buenaventura Sánchez nunca había tenido que hacer estas reflexiones y acaso no necesitara hacerlo. Lo único que sabía con sus diez años de edad, era que, para poder comer como todo cristiano, era necesario trabajar. Por ello se afanaba en ayudar a su padre, en el Barrio de La Magdalena Tepepa, muy cercano al pueblo de San Dionisio Yauhquemehcan, para poder dar forma a platos, jarros, cazuelas y ollas, para poder tener mercancía con la que salir a vender a los mercados locales y de esta forma tener tortillas y frijoles todos los días.
El niño Buenaventura era muy listo. Tenía otros seis hermanos, pero todos eran más chicos que él, de manera que se convirtió en el primer ayudante de su padre, Don Merced Sánchez, y tuvo que afanarse en las diversas actividades que debían sacarse adelante en el hogar, combinándolo todo, comenzando de madrugada, cada tercer día, bajando en el burro de la familia, dos recipientes grandes de nixtamal para llevarlos al molino de San Dionisio y regresar ya con la masa para que su madre pudiera echar las tortillas en la cocina de humo, donde se encontraba el tlecuil o fogón, formado por tres piedras grandes llamadas tenamastes, sobre las que se colocaba el comal, las ollas o las cazuelas, para poder cocinar.
Una vez habiendo regresado del molino, Buenaventura, auxiliado siempre de sus hermanos menores, debía dar de comer a los animales domésticos. Los cerdos, las gallinas y los guajolotes, formaban un conjunto destinado a la alimentación de la familia. Otro diferente lo formaban un par de toros y el burro, destinados a ser animales de trabajo.
Terminada la labor de la alimentación de los animales, Buenaventura ayudaba a su padre a cargar en el burro las herramientas de labranza que llevarían a sus terrenos de labor. Si se trataba de trabajos que implicaran el uso de la yunta, había que cargar con el arado, el yugo y los otros apeos y preparar a los toros para llevarnos al área donde se efectuaría la labor y allí su padre se encargaba de uncir.
Buenaventura, su padre y un par de hermanitos más pequeños se marchaban así a la labor del campo, de donde regresaban como a las once de la mañana para poder almorzar. Cuando la labor era especialmente difícil, se acordaba que la madre, con el resto de los niños, llevaran la comida hasta la parcela. El ejercicio diario exacerbaba el apetito del niño Buenaventura y en general de toda la familia. A las afueras de la cocina de humo, sentados en pequeños bancos o sillas o de plano sobre la misma tierra, los comensales recibían su plato hondo de comida, se ponía el chiquepextle o canasto de las tortillas en medio de la reunión y, luego de una brevísima oración de gracias, los integrantes comenzaban a comer con un apetito casi feroz.
Luego se retomaba el trabajo en el campo para regresar de la jornada como a las cinco de la tarde a tomar la comida, asegurar a los animales y prepararse para descansar. En los días en que no se laboraba en el campo, Buenaventura ayudaba a su padre en el pequeño taller de alfarería y se dedicaban a la confección de diversos utensilios, preparando luego el horno para su cocimiento. Dos días a la semana se dedicaban para la venta de estos productos. Los días miércoles en el mercado de San Pablo Apetatitlán y los días sábados en la ciudad de Tlaxcala.
En los días de tianguis o mercado, Buenaventura salía desde antes que rayara el sol con su padre, cargando huacales con los productos a vender. Todo se aseguraba adecuadamente y, para ayudarse a cargar, usaban un mecapal o sujetador que les permitía repartir mejor el peso desde su frente hasta la espalda, dejando libres los brazos para mejorar su movimiento. En los tianguis a veces les iba bien, pero la mayor parte del tiempo vendía apenas lo necesario para sacar los gastos más necesarios. Sobre todo, había venta de estos utensilios cuando se acercaban las fiestas patronales de los pueblos de la región.
Desde luego, con estas ocupaciones, Buenaventura y sus hermanos tenían suficiente en qué entretenerse y no asistían a la escuela, a pesar de que existía un maestro que en la sala consistorial del curato de San Dionisio impartía las primeras letras a quienes quisieran aprender a leer, escribir y hacer las sumas y las restas. No es que Don Merced Sánchez despreciara las bondades de la educación, pero la realidad era que había tanto trabajo que hacer que necesitaba de todas las manos disponibles para sacar adelante las labores.
Cuando tenía como doce años de edad, Buenaventura tuvo que ir al tianguis de Tlaxcala sin su padre y se llevó de acompañante a uno de sus hermanos. Llegaron temprano, como de costumbre, casi a la misma hora en que sol aparecía. Acomodaron su mercancía y se dedicaron a esperar que fuera un buen día de venta. No fue así. A la hora de almorzar no habían vendido ni un plato y el hambre ya se hacía presente. Siguiendo las enseñanzas de su padre, Buenaventura, tomó dos o tres utensilios y le dijo a su hermano que le encargaba el puesto, pues iría a hacer un trueque para poder tener algo para comer. Buenaventura intentó con varios comerciantes cambiar un plato por un par de aguacates o un jarro de buen tamaño por un buen pedazo de chicharrón. Luego de hablar, tirar y aflojar con los otros vendedores, logró regresar a su puesto hasta con tortillas y un pedazo de queso fresco para compartir con su hermano, quien quedó especialmente complacido con el éxito que había tenido la operación del cambio de mercancías por alimentos.
Buenaventura hizo cuatro raciones y le dijo al pequeño que guardarían dos para la hora de comer. De manera el almuerzo que el otro pensó que llegaría a ser un festín, se redujo drásticamente, siendo poco, pero suficiente. Para la hora de la comida, apenas pudieron vender media docena de jarros. Decididamente, había sido un día malo para las ventas. Buenaventura ordenó que se tomara las raciones de la comida y luego los dos comenzaron a guardar sus cosas, preparando su regreso para su casa en la Magdalena Tepepa.
Ya en el pueblo de San Francisco Tlacuilohcan, los hermanos se detuvieron a descansar un momento. Aprovechando un bordo junto al camino, se recargaron y se quitaron las cargas, quedándose sentados un rato para recuperar aliento y fuerzas. De manera imperceptible, distraída, Buenaventura tomó un palito y comenzó a rascar la tierra del bordo, al ritmo de los sonidos que iba marcando una tórtola que estaba asentada en la rama de un árbol cercano. De repente sintió algo duro que le impidió seguir jugando a quitar tierra del bordo. Dejó el palito, y usando sólo sus dedos comenzó a reconocer el obstáculo. Casi sin oponer resistencia rodó hasta el centro de su mano algo redondo y pesado. Su hermano se había alejado unos pasos, entretenido en tirar una pedrada a algún pájaro con su charpe o resortera, y eso le permitió un examen más detallado del hallazgo. Era una moneda. De inmediato se puso frente al lugar del que había brotado el objeto y comenzó a remover la tierra con más fuerza. Encontró dos más. En su corazón, algo le dijo que eran valiosas y que no debía compartir con su hermano, de manera que se sentó sobre la perforación, se fijó muy bien en la parte del camino en donde estaba con el fin de alguna vez regresar para seguir buscando. Guardó las tres monedas y luego silbó de manera aguda a su hermano para darle la indicación de que era hora de retomar la marcha.
Llegaron a La Magdalena casi cuando estaba oscureciendo. Buenaventura se extrañó de ver desde lejos a varias personas a la entrada de su casa. No era nada común recibir visitas. Dio las buenas tardes y fue al área del pequeño taller de alfarería para descargar los productos que no había podido vender. Su hermano, así se deshizo de la carga, de inmediato corrió para buscar a su madre. Él, en cambio, pendiente de las instrucciones de su padre, fue dejando cada tipo de producto en su lugar, protegiéndolo para poder venderlo en una siguiente visita al mercado. A punto de terminar de esta labor, vino corriendo su hermano, gritando y llorando, diciendo muy agitado «¡Papá ha muerto! ¡Lo corneó un toro!», para de inmediato regresar corriendo al interior de la casa. Buenaventura se quedó estupefacto. Sí había escuchado y comprendido la frase de su hermano, pero no lograba darle crédito en la realidad. Caminó hacia la entrada de la casa, en donde las personas le abrieron paso sin que él siquiera pidiera permiso para pasar. Pudo escuchar como alguien se refería a él con las palabras pobrecito y huérfano. En efecto, en la única habitación con que contaba la casa, estaba tendido en el piso de tierra apisonada el cuerpo de su padre, Don Merced Sánchez, rodeado de cuatro velas, mientras unas mujeres iniciaban el rezo del Santo Rosario.
Al siguiente día, luego de regresar del panteón, la madre reunió a todos sus hijos y de manera muy solemne y consternada dijo que su hijo mayor, Buenaventura, ahora se convertía en el hombre de la casa y que en él recaería la responsabilidad de conducir a la familia, al tiempo que la autoridad y el poder de mandar sobre todos los demás. Buenaventura sólo atinó a decir que se haría tal como la madre había manifestado y todos dedicaron esa tarde a lo que cada cual quiso. El miércoles siguiente, Buenaventura dispuso llevarse a dos de sus hermanos para el tianguis de San Pablo Apetatitlán. A pesar de que eran tres los de la comitiva, no fue mucha la mercancía que se trasladó, acaso temiendo que el resultado fuera inútil por tener poca venta. Buenaventura no se equivocó. Llegando la hora del almuerzo, tuvo que proceder a la estrategia del trueque para asegurar algo de alimento para él mismo y para sus hermanos. Una vez que terminaron, encargó a los pequeños el puesto y se encaminó a buen paso a la ciudad de Santa Ana Chiautempan, en donde entró en una joyería y pidió que le valuaran la moneda de oro que llevaba consigo. La verdad es que entre que Buenaventura era analfabeto y que nada conocía del mercado de los metales preciosos, terminaron pagándole la mitad de lo que en realidad valía la pieza y, no obstante, a él le pareció una maravillosa operación. Entró luego en una tienda de telas y compró tijeras, botones, hilo, encajes, holanes. listones y, por supuesto, un rollo de buena tela de manta. Toda su familia estrenaría al menos un traje. Dispuso todo lo mejor que pudo y regresó por sus hermanos. Como no se había vendido nada, decidió hacer una operación completa de trueque por alimentos, de manera que los tres hermanos regresaron a La Magdalena completamente cargados y fueron recibidos en casa con gran aprecio y regocijo. La madre, fiel a su promesa de haber dejado el poder y la autoridad de la familia en su hijo mayor, no hizo mayores preguntas sobre el origen de los recursos y se limitó desde el día siguiente a hacer los preparativos para el corte y la confección de los trajes para todos.
Buenaventura comprendió muy bien que no debía levantar ninguna sospecha acerca de la mejoría de su condición económica, pues de inmediato vendrían las sospechas y las envidias. Procuró durante algunos meses retomar el nivel de trabajo que su padre le había enseñado. Para finales de año, creyó que era buen momento de cambiar su segunda moneda y así lo hizo, sólo que, como buen comerciante, en esta ocasión tomó otras medidas, como informarse exactamente de qué tipo de moneda se trataba y cuánto valía en pesos ordinarios, de suerte que no se dejó ver la cara nuevamente y esta vez no se apresuró a vender al primer oferente. Sacó casi el noventa por ciento del costo real de la moneda y le pareció ser un trato mucho más justo que el anterior. En esta ocasión, Buenaventura decidió invertir el dinero en la adquisición en cuatro terneras. Se tomó muy en serio no sólo la adquisición de los animales, sino que solicitó a la autoridad un certificado en donde constaba que él las había comprado legalmente, a efecto de que nadie fuera a pensar que las había robado. Estos nuevos animales, debidamente cuidados y alimentados, mejorarían de manera general las condiciones de su familia.
Como medio año después de la llegada de las terneras, Buenaventura comenzó a pensar que sería muy bueno regresar a donde había encontrado las monedas anteriores y buscar otras. Un día, muy de mañana, como quien se marcha a trabajar al campo, tomó una pala y se fue con rumbo al pueblo de San Francisco Tlacuilohcan. No tardó en dar con el lugar exacto de su hallazgo. Esperando que nadie pasara por ahí, comenzó a dar golpes con la pala y a remover la tierra en su intento de encontrar otro tesoro. Constantemente volteaba a ambos lados del camino, tratando de descubrir por si venía alguien y tener el tiempo suficiente para poder ocultarse para no dar mayores explicaciones. Para su fortuna, durante un largo rato, nadie pasó por ese paraje.
No encontró nada. Estaba a punto de darse por vencido y regresar a su casa cuando sintió detrás de sí a una persona que le hablaba. «Amigo, lo que busca está dos pasos más hacia su derecha; si lo quiere tendrá que pagar un precio igual al de la vez anterior». Buenaventura ni siquiera pudo responder. El individuo que le habló se alejó caminando sin mayores preocupaciones.
Buenaventura se quitó el sombrero y se rascó la cabeza un momento. Había sentido un escalofrío muy particular al tener cerca a esa persona. Por un instante meditó en sus palabras más, teniendo mayor peso las palabras que le señalaban el sitio exacto de lo que estaba buscando, que la advertencia dada, dio dos pasos a su derecha y tiró dos golpes con la pala. Al tercero, claramente sintió cómo el filo de la herramienta chocaba con algo. Vivamente emocionado, usando las manos para tener más cuidado, fue removiendo la tierra y ante sus ojos apareció una olla de barro. Como de dos palmos de alto. Lo sacó a la luz y lo creyó lleno de ceniza. Metió los dedos y fue aflojando la sustancia polvosa y, llegando a la mitad del recipiente creyó sentir en la punta de los dedos los valiosos objetos redondos que estaba esperando encontrar. Tomó la olla y en un palmo de terreno limpio y parejo, vació todo el contenido. Al menos la mitad del recipiente estaba lleno de monedas de oro.
El joven estaba francamente emocionado con el nuevo hallazgo. Comenzó a pensar en la mejor manera de regresar con su tesoro a casa, evitando el peligro de encontrarse con vecinos curiosos que luego generaran habladurías o, lo peor, desataran envidias. Recordó que a final de cuentas él era un alfarero y nada hay más natural que encontrar a un artesano de estos cargando una olla de barro. Limpió el recipiente lo mejor que pudo, le echó dentro su paliacate para cubrir las monedas y luego con la pala trató de volver a acomodar la tierra desplazada lo mejor posible.
Durante el camino de regreso, pensó que sería bueno localizar para sus monedas un buen escondite, así que se dirigió a sus tierras de labor y en medio de un pantle de su propiedad, a cincuenta pasos de un gran maguey, cavó un hoyo profundo, tanto como la mitad de su cuerpo. Tomó cinco monedas de oro que ató a su paliacate pensando en los gastos más inmediatos que tendría que hacer y luego puso con cuidado la olla en la profundidad del agujero, cubriendo todo con tierra. Hacía una semana que se había metido la yunta, por lo que el arado no volvería a esa parte de la tierra sino hasta hacer el trabajo de barbecho, dentro de algunos meses, por tanto, no había peligro de que alguien se encontrara con ningún indicio de su tesoro.
Apenas salía Buenaventura del medio del pantle cuando vio a dos de sus hermanos que venían corriendo a buscarle, gritando su nombre. «¡Ven rápido, hermano! ¡Mamá se nos muere! ¡La mordió una víbora de cascabel que estaba escondida en la leña! ¡Corre, hermano, corre!». Para cuando llegaron a casa todo era llanto y confusión. Algunas vecinas habían llegado, pero sólo intercambiaban puntos de vista sobre lo que había que hacer. «Pues, sólo que la viera un médico», dijo alguien tratando de escucharse lo más sensato posible. «Si quieres, muchacho, te prestó mi caballo. Hay un médico en San Pablo Apetatitlán». Todo fue un decir y hacer, pero para cuando llegó Buenaventura con el doctor, la mujer apenas respiraba. El hombre no dijo nada. Solo se limitó a hacer su procedimiento de rutina y cinco minutos después declaró que la mujer había fallecido.
En el camino de regreso, Buenaventura pasó por el paraje en que había encontrado su tesoro. Miró los restos de la tierra removida y recordó las palabras que le había dicho aquel individuo misterioso acerca de que le iba a costar igual que en la vez anterior. En esta ocasión, comprendió plenamente la frase. «Primero pagué con mi padre y ahora, pago con mi madre».
¡Caminemos Juntos!
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